martes, 4 de agosto de 2009

Mi historia

De niño aprendí deprisa a leer porque quería enterarme de lo que decían las aventuras del Capitán Trueno, que me regalaba mi vecina Felisa. Aquellos tebeos me enseñaron a escribir en mi afán de copiar los diálogos de los perigramas con forma de globo que había en cada viñeta. En un principio, aprendí a copiar, y después hasta hacía mis propias versiones dada mi aguzada imaginación de seis y ocho años. También me encantaban los tebeos de Roberto Alcazar y Pedrín, y años después los de Hazañas Bélicas, aunque estos me resultaban demasiado emborronosos tanto por el tema como por las ilustraciones. Durante muchos años guardé mis copias de tebeos en una caja de zapatos, como un tesoro, y un buen día descubrí que los ratones habían hecho pasto de mis excelentes plagios de la firma Bruguera, escritos en papel de todo tipo que recogía y guardaba como oro en paño. Incluso los pedía en la de pescadería, y la señora Enriqueta me los daba riéndose, añadiendo que un día tenía que enseñarle mi colección, pues ella contribuía a mi enseñanza.
Los años dieron paso a los libros ocupando mucho tiempo, y mi afición a los tebeos quedó aparcada, y con el tiempo, olvidada, como todos olvidamos y rememoramos los años felices de nuestra niñez. Con el tiempo, mis tebeos y viñetas se convirtieron en planos y expedientes, y el poco tiempo disponible para mis elucubraciones literarias, en libros interminables de historietas, aventuras y experiencias recogidas a lo largo de viajes y años.
Miles de hojas, libretas y cuartillas forman mis nueve libros, antes, nunca terminados, y alguno interminable, y aunque la ingeniería la llevo en la sangre, quiero que mis relatos y novelas cobren vida con la ilusión de que un día cercano se publiquen, y que alguien los lea.
Ahora, tras una jubilación anticipada, no deseada, nada me impide retomar las aventuras del Capitán Trueno, y las del Jabato, y hasta las de Hazañas Bélicas, que nunca debí olvidar, pero que no me afligen, pues mi vida estuvo llena de aventuras y satisfacciones.

El tren de la vida

Tiempo atrás leí un libro que me hizo pensar. Su lectura era interesante. Comparaba nuestras vidas con un viaje en tren salpicado de accidentes.
Si lo piensas, al nacer nos subimos al tren de la vida, y en el trayecto nos encontramos con personas que entonces creemos que siempre estarán contigo en el viaje. A medida que el tren avanza en su recorrido nos vamos distanciando de ellos, aunque vayan en el mismo convoy, y sin darnos cuenta, un día tendremos que parar en una estación donde se bajarán dejándonos huérfanos de su cariño, pero el tren continuará su recorrido en busca de otra estación. Y en cada estación subirán a nuestro tren otras personas que serán muy especiales. Subirán nuestros hermanos, nuestros amigos, los enemigos y hasta los amores. Algunos sólo harán un corto paseo con nosotros, y en alguna estación cambiarán de tren. Nuestro viaje estará repleto de alegrías, también de tristeza. Habrá quien viajará contigo pasando desapercibidos, en cambio, otros se moverán constantemente por tú tren ayudando o creando problemas. Algunos, cuando bajen dejaran añoranza, en cambio, de otros ni te darás cuenta. En tú viaje habrá otros que harán el mismo trayecto, pero en distintos vagones, sin que interfieran en tu vida, y sabrás de ellos por terceros, a menos que te muevas por el convoy. Puede que en tú recorrido encuentres gente interesante con la que relacionarte, aunque no podremos sentarnos a su lado; no habrá asientos libres.
Los viajes son curiosos. A veces están llenos de sorpresas, de sueños, de fantasías y desafíos, de esperas y despedidas, pero en nuestro tren, nunca hay regresos -en la vida real no existe la moviola, ni el borrador-. En nuestro viaje veremos bajar amigos, hermanos y conocidos, pero nunca sabrás dónde lo harán nuestros propios compañeros.
Si lo piensas... será triste separarte de muchos... y doloroso cuando toque bajarte...
Si lo piensas... deja añoranza en tú asiento vacío.
Beltrán Salvador

domingo, 5 de julio de 2009

El día que Juan nació

En una pequeña habitación de la planta baja de un viejo edificio, e iluminada por la débil luz de una bombilla, aquella, sería una noche especial. La misma tarde, Dolores se sentía indispuesta, y previniendo que el crucial momento se acercaba, llamó a su vecina Vicenta, que no tardó en acercarse, pero antes, mandó a Alfonso —su marido— en busca de la comadrona, y de Magín, el marido de Dolores. Él cogió su pesada bicicleta y pedaleó hacia la casa de la matrona. Era una hora avanzada, de una tarde ventosa y fría, que en las calles provocaba ráfagas polvorientas y escasa visibilidad. A pesar de ello continuó pedaleando hasta la casa, franqueada por una pesada puerta cuya aldaba, réplica de una mano con una bola de hierro fundido, golpeó repetidamente. La partera no tardó en salir con sus enseres, cubriéndose la cabeza con un pañuelo oscuro que ató bajo su barbilla.
­«¡La Dolores, que ha roto aguas!» —le había dicho él cuando se asomó al balcón de la primera planta.
«¡Ve ha buscar a don Salmerón!» —dijo ella al salir por la puerta, y Alfonso siguió pedaleando su bicicleta para avisar al médico.
Vicenta, que ya tenía práctica, había hecho que Dolores se quitara la ropa y se estirase en la cama. También había puesto agua a hervir, cosa que siempre se hacía en aquellos casos, para limpiar y esterilizar los utensilios.
Alfonso, después de avisar a don Salmerón se dirigió hasta “Hilados de Barcelona” para avisar al padre de la futura criatura. La fábrica era un enorme complejo industrial donde trabajaba infinidad de hombres y mujeres de San Martí y de los alrededores. Él la conocía bien porque había trabajado allí unos años, y se dirigió directamente hacia el almacén.
—¡Magín, que la Dolores ha roto aguas! —le anunció.
Él, que había visto a su vecino llegar con la bicicleta, extrañado se acercó hasta la puerta del almacén, y al enterarse del motivo de su visita salió corriendo hacia la oficina para comunicar que se ausentaba del trabajo. «La Dolores, que ha roto aguas» —pregonó, y salió corriendo junto al Alfonso, que pedaleaba a su lado.
La fábrica no estaba lejos, y aunque no tardaron mucho en llegar a la casa, al padre de la criatura le pareció una eternidad. Y ya en la estancia, trató de entrar en la habitación pero Vicenta no le dejó, donde ya estaba la comadrona con su esposa, y Neus, otra vecina.
Alfonso lo tranquilizaba diciéndole que se calmase, que aquello era normal y, que las mujeres y la comadrona sabían bien lo que hacían. Él le miró incrédulo y comenzó a dar vueltas en aquel pequeño recinto que al matrimonio les valía de cocina y comedor. El lugar era de forma rectangular y no había ningún lujo. En uno de sus lados más estrechos se encontraba la cocina y el fregadero, y en la de enfrente, una máquina de coser —marca Singer—, delante de la ventana, por la que de día entraba el sol. La puerta de entrada se encontraba en la parte más cercana a esta pared, y frente a ella, otra que comunicaba directamente con la única habitación de la vivienda. En el centro de la sala había una mesa redonda de madera, sin pintura de ningún color, cubierta por un mantel de ganchillo finamente elaborado, y a su rededor cuatro sillas a juego, con el asiento de anea. La cocina era de una pieza en hierro fundido con patas, con las puertas del horno y la del cenicero de porcelana blanca, a la que había que alimentar por la parte superior con carbón o con pequeños trozos de leña, a través de una boca de anillos metálicos.
En una estantería sobre una de las paredes había una pequeña figura de la Virgen de Montserrat, a la que una vela a cada lado la iluminaban débilmente, y en la otra, un sencillo armario de madera, que mostraba las piezas de una vajilla que Dolores había recibido de su familia como parte de su dote.
Magín seguía nervioso, y de cuando en cuando se acercaba a la puerta de la habitación para escuchar a través de ella. Después miraba a su amigo esperando que él le diera una respuesta; Alfonso le miraba, y en contestación se encogía de hombros. Éste, de nuevo se acercaba a la cocina y atendía el fuego apartando la olla. Cogía el gancho de hierro y meneaba las ascuas para acomodar un nuevo trozo de leña; colocaba de nuevo la olla y levantaba la tapadera para ver como el agua borboteaba sin cesar.
—Ahí dentro no puedes hacer nada, Magín, así que, es mejor que te estés quieto y tranquilo, que todo irá bien —le decía su amigo que se había sentado junto a la puerta.
Él asintió con un gesto de cabeza y de nuevo quitó la tapadera de la olla, que rellenó de una garrafa que había sobre el poyo de la cocina, y mientras su amigo liaba un cigarrillo con picadura que sacó de una pequeña petaca de cuero.
—¿Cómo va? —preguntó a Neus que salía a por agua caliente.
—¡Tranquilízate, hombre, todo va bien! Es cuestión de paciencia. Dolores es primeriza, y estas cosas pasan —contestó ella.
Paciencia era lo que le faltaba a aquel padre primerizo.
Dos horas más tarde, tras algunos chillidos y constantes: «¡ánimo, empuja!» —la comadrona, con ayuda de Vicenta y Neus, habían asistido el parto del primer y único hijo del matrimonio entre Magín Cots y Dolores Corominas. Don Salustiano Salmerón —el médico—, que llegó cuando la comadrona ya había hecho su trabajo, examinó a aquel niño de dos kilos y medio, y a su madre, que se encontraba bien, pero agotada. El viejo doctor salió complacido de la habitación y felicitó al padre, augurándole mucha felicidad, y más hijos. «Un hogar sin niños, es como un jardín sin flores» —le había dicho.
Alfonso ofreció al médico su picadura y su librillo de papel de fumar, que aceptó, y después de liarse y encender el cigarrillo, brindaron con Anís del Mono, que el padre de la criatura les ofreció. Por fin, Vicenta y Neus salieron de la habitación después de arreglar a Dolores.
—Ya puedes entrar a ver a tú esposa y a tú hijo —dijo el médico dándole unas palmadas en el hombro—. El próximo, verás como será más rápido.
Él, entró un poco acobardado, y se acercó hasta la cabecera de la cama, donde su esposa se encontraba reclinada sobre la almohada, que le miraba complacida con su hijo entre los brazos.
—Mira, Magín, ¡qué guapo es!
El padre lo miró embobado. Aquella criatura era su hijo; carne de su carne, sangre de su sangre. ¿Cómo no le iba a parecer guapo, si cada madre tiene el niño más hermoso del mundo?
Aquel día era sábado, 19 de febrero de 1921
...[...]
® La guerra del pa tou
«The war of the soft bread»— Beltrán Salvador

viernes, 3 de julio de 2009

Campiña en febrero

Un tratante de cuadros buscaba entre las colecciones de un anticuario. Tras un gran rato y mover muchos de sitio encontró uno especial. El lienzo estaba montado sobre una deslucida moldura de estilo clásico. La pintura era el paisaje de una campiña llana y extensa, con un cielo de día claro, cuyos colores le daban una tonalidad realista iluminada por un resplandor lejano e indescriptible. En el margen izquierdo del lienzo, algo parecido a unas piedras era el único contraste que rompía la uniformidad del terreno.
El tratante se quedó prendado de los colores y lo adquirió.
No había autor ni fechas que lo identificaran, pero a juzgar por el marco y las tonalidades, aquel cuadro debía de ser muy antiguo.
Dennis pensaba que había hecho una buena adquisición, pues estaba seguro que iba a doblar su inversión tan pronto se lo mostrara a Taylor, que siempre le compraba lo que le llevaba sin regatearle un sólo penique.
Y así fue. Taylor compró el cuadro a Dennis, y le invitó a que se uniera a sus invitados para una partida de póquer. Él accedió primero a colgar el cuadro en el lugar elegido por su anfitrión, y después se uniría a ellos como hacía otras veces.
El lugar destinado era el centro de la pared principal de la sala, puesto que desde cualquier lado de ella se podrían apreciar con claridad sus colores.
Una vez que el cuadro estuvo colocado, el tratante se dio cuenta de que en el lugar donde había visto unas piedras se vislumbraba un número; parecía un dos. Se acercó para cerciorarse, y era una piedra. Extrañado se dirigía hacia la sala de juego para reunirse con los demás, pero se giró de nuevo para asegurarse de que no había tenido una visión, y entonces, en el lugar de las piedras le pareció distinguir otro número; parecía un ocho.
Extrañado se frotó los ojos para mirarlo de nuevo.
Las piedras se veían con claridad.
Aturdido lo observó una vez más, y vacilante, dio por terminado su trabajo para unirse a la partida.
Taylor se acercó con sus invitados a contemplar la maravilla que había adquirido, y quedó maravillado de los colores. Por curiosidad, preguntó al marchante por el nombre del cuadro, y el de su autor, pero Dennis no supo aportarlo, pues desconocía dato alguno sobre la pintura, aunque prometió buscarlos entre los muchos catálogos que tenía en su almacén.
Después reanudaron el juego que duró hasta entrada la madrugada, e hicieron un descanso para tomar un aperitivo. Dennis perdía un verdadero capital y pensaba retirarse, pero aquella noche, la suerte del jugador estaba en retirase antes de empezar, o terminar con los bolsillos vacíos.
Jugaron toda la noche.
El tratante estaba abstraído pensando en sus perdidas que por la mañana se habían duplicado. Los otros jugadores tenían buena racha y se iban repartiendo sus pérdidas. Hastiado, pidió un descanso para ir al aseo y pasó por delante del cuadro al que, un reflejo del espejo del pasillo le hacía llegar un rayo de sol, iluminándolo, haciendo que sus colores parecieran los del amanecer de un claro día. El cuadro había cambiado sus tonalidades.
El paisaje se veía árido y desolado, y, a él le pareció que se escuchaba una leve risa histérica. Ahora, los números se notaban con mayor claridad, y cuanto más lo miraba, sentía como un escalofrío recorría su cuerpo.
En aquel salón no había nadie más y la risa se acrecentaba; le estaba volviendo loco. Con temor se acercó hasta el cuadro y observó con más atención la pintura.
«El dos y el ocho. Está claro: veintiocho. Veintiocho días es lo que dura un ciclo lunar, por lo tanto, el cuadro se puede llamar: fase lunar, o ciclo lunar, o puede que, como febrero tiene veintiocho días y la pintura representa un campo, el cuadro se llame: …campiña en febrero» —pensó cavilando.
En aquel instante las risas dejaron de escucharse y se oyó un gemido.
El cuadro cayó al suelo dando un tremendo golpe y, por unos instantes se mantuvo en perfecto equilibrio.
Dennis estaba seguro de haberlo colocado bien y se apresuró a recogerlo, pero entonces cayó hacia delante dejando ver su parte posterior, donde apareció un escrito que decía:
«Si no sabes mi nombre, ni qué represento, no me expongas o la suerte te abandonará».

El día de las chachas

Normalmente acudía los jueves a Madrid para visitar a unos clientes; aquella era la excusa de hombre de negocios, que desde hacía muchos años decía en casa para huir de la rutina de su matrimonio y mantenerse como esposo y padre impoluto. Su imagen era muy importante para alguien cómo él, al que todo el mundo en su pueblo respetaba.
Habitualmente era un hombre de costumbres, sin embargo, desde hacía algún tiempo le rondaba en la cabeza probar nuevas sensaciones. Llevaba demasiado tiempo con la misma meretriz, y últimamente se aburría. Aquel día, al llegar a Madrid compró el Mundo y leyó los anuncios de contactos. Uno de ellos decía: “Jovencita universitaria, no profesional, por 500 € atiende todos tus deseos.” Era un poco caro, pero él sintió curiosidad. Pensó que por aquel precio debería hacerle el súmmum, y se aventuró a probar. Le atendió al teléfono una voz dulce y sensual, y quedaron a media tarde en un discreto hotel donde él debía reservar una habitación.
A la hora convenida él entró en el hotel, y el recepcionista le informó que una señorita había preguntado por su habitación. Subió las escaleras, y tras recorrer el pasillo entró en ella donde una chica morena esperaba de espaldas a él. La muchacha tenía un cuerpo espectacular.
«¡Menudas caderas! —pensó dándole un repaso—. ¡Joder, aquí si que me lo boy a montar!»
Ella, al oír sus pasos se giró y exclamó:
—¡Papá! ¿Qué haces aquí?
Él, quedo inmóvil y perplejo. Aquellos segundos le helaron la sangre.
—¡Papá! ¿Qué haces aquí? —insistió.
—¿Y tú, no estabas en la facultad estudiando? —atinó él a preguntar intentando recuperar la autoridad paterna—. ¿Qué haces aquí?
Ella, ruborizada trataba de estirar su falda.
—Papá, yo he preguntado primero.
—¡Carmina, te recuerdo que soy tu padre! ¡Contesta!
—He venido a ver a una amiga que... ¿Y tú, qué haces aquí?
—Tú te crees que soy tonto. Iba en un taxi para ir a la estación, y por casualidad te he visto entrar en el hotel. He parado y he venido a verte. Venga, vámonos de aquí.
Ninguno de los dos dijo nada hasta llegar a la calle.
—Mañana, cuando termines tus clases, recoges las cosas y vuelves al pueblo —dijo su padre—. Éste trimestre estudiarás en casa, y ya volverás para los exámenes.
Se separaron tras un frío beso, y él nunca más volvió a Madrid.

Beltrán Salvador

Esperanza

«Tres meses es muy poco tiempo para despedirme de mis familiares y amigos. ¿Cómo voy a explicarles que me estoy muriendo y, que mí visita, para algunos es la despedida? Y a otros, los más lejanos, ¿cómo puedo explicarles que ya no recibirán más felicitaciones, ni cartas? ¿Qué pensarán? Y mi esposa, ¿qué será de ella? No puedo hacerle esto; es una mala pasada… Esto no puede estar pasándome. Tan sólo es un mal sueño… » —. Aquellos pensamientos me tenían abstraído, y ni me daba cuenta que la enfermera cambiaba el bote de suero por otro, con un nombre extraño.
Me encontraba en el Hospital de Día. Aquella era mi primera sesión de quimioterapia, que según el hematólogo, si mi vida tenía alguna solución, sería una de las muchas por las que tendría que pasar.
El líquido empezó a gotear formando un burbujeo en el interior del frasco de cristal. Al principio lo hizo muy deprisa, hasta que se niveló, mezclándose con el suero que había en la vía que conectaba con mi brazo.
Aquel fluido transparente inició su andadura por la vena, y en su camino comenzó a devorar las células indiscriminadamente. Lo hacía sin diferenciar las buenas de las malas, las grandes o pequeñas. Su cometido era avanzar y eliminarlas. A su encuentro, el organismo se defendía con las plaquetas que se enfrentaban y sucumbían ante el invasor, que continuaba implacable su avance mezclándose con la sangre. La presión arterial mantenía el continuo flujo por las venas, y éste continuó hasta la cava superior que le conducirá directamente hasta la aurícula derecha del corazón. Allí, a cada contracción, la sangre con su mezcla de producto químico pasará al ventrículo, y a su vez, éste la enviará hasta el pulmón donde se cargará de oxigeno. A su regreso al corazón, lo hará al lado izquierdo, y a cada contracción pasará de la aurícula al ventrículo y se encaminará por la vena aorta hasta sus ramificaciones más extremas.
Las partículas químicas continuaran su recorrido por toda la red de venas y capilares, mezclada con la sangre, entablando batalla contra todo lo que se oponga a su camino. En los tejidos, la sangre irá dejando su carga de oxigeno y nutrientes, y recogiendo los desechos para mantenerlos limpios, y regresará al corazón para volver y repetir incansable una y mil veces el mismo camino. Y el líquido transparente seguirá invadiendo todas las partes del cuerpo, eliminando células, buenas y malas, grandes y pequeñas, porque ese es su cometido.
La enfermera cambió el frasco por otro de color calabaza, y este empezó a gotear formando un burbujeo en su interior. Al principio lo hizo muy deprisa, hasta que la vía se niveló, y el nuevo producto avanzó mezclándose con la sangre, devorando células. Lo hacía sin diferenciar las buenas de las malas, las grandes o pequeñas. Su cometido era avanzar y eliminarlas.
Más tarde, el nuevo producto era azulado.
La invasión del cuerpo por el constante goteo de productos químicos continuó durante un par de horas, y hasta que las defensas del cuerpo se deshicieran por completo del invasor, tendría que pasar muchos días. Todo el tiempo, las partículas químicas continuarán devorando células, buenas y malas, grandes y pequeñas.
La médula ósea continuará fabricando células sin enfermedad, y enviándolas al torrente sanguíneo donde se mezclaran con las viejas. Algunas sucumbirán al ataque del producto químico invasor, pero otras continuaran su andadura por venas y capilares irrigando el tejido...
De repente desperté y recordé el motivo por el que estaba allí, el miedo que había pasado. Mi esperanza era que aquello diera resultado. Tenía frío.
... [...]

® Yo también tengo cáncer - Beltrán Salvador.

viernes, 26 de junio de 2009

Carta de un suicida

Junto al cadáver de un suicida se encontró una carta explicando el fatal motivo. Esta decía así:
«Señores policías:
Espero que no se culpe a nadie de mi muerte. Me quito la vida voluntariamente porque dos días más que viviese sería un gran martirio, y es demasiado.
Verán: Tuve la desdicha de casarme con una viuda, y esta tenía una hija. De haberlo sabido nunca me hubiera casado con ella. Mi padre, para mayor desgracia era viudo y se enamoró y se casó con la hija de mi mujer. De manera que mi mujer era suegra de su suegro. Así, sin más, mi hijastra se convirtió en mi madrastra y mi padre al mismo tiempo en mi yerno. Al poco tiempo, mi madrastra trajo al mundo una niña que era mi hermana y a la vez nieta de mi mujer, de modo que yo soy abuelo de mi hermana. Algún tiempo más tarde, mi mujer trajo al mundo un niño que como era hermano de mi madrastra, era cuñado de mi padre y nieto de su hermana, por lo tanto: tío mío. Así que, mi mujer es nuera de su hija. Yo, soy padrastro de mi madrastra y mi padre y su mujer son mis hijastros. Mi hijo es mi biznieto y el tío de su tía. Además, resulta que yo soy mi propio abuelo. Como ustedes comprenderán, me despido de este mundo porque no sé quién soy, y, de repente, hasta podría ser primo de Rajoy».

Beltrán Salvador (Arreglos de un chiste malo de política poco creativa)