domingo, 5 de julio de 2009

El día que Juan nació

En una pequeña habitación de la planta baja de un viejo edificio, e iluminada por la débil luz de una bombilla, aquella, sería una noche especial. La misma tarde, Dolores se sentía indispuesta, y previniendo que el crucial momento se acercaba, llamó a su vecina Vicenta, que no tardó en acercarse, pero antes, mandó a Alfonso —su marido— en busca de la comadrona, y de Magín, el marido de Dolores. Él cogió su pesada bicicleta y pedaleó hacia la casa de la matrona. Era una hora avanzada, de una tarde ventosa y fría, que en las calles provocaba ráfagas polvorientas y escasa visibilidad. A pesar de ello continuó pedaleando hasta la casa, franqueada por una pesada puerta cuya aldaba, réplica de una mano con una bola de hierro fundido, golpeó repetidamente. La partera no tardó en salir con sus enseres, cubriéndose la cabeza con un pañuelo oscuro que ató bajo su barbilla.
­«¡La Dolores, que ha roto aguas!» —le había dicho él cuando se asomó al balcón de la primera planta.
«¡Ve ha buscar a don Salmerón!» —dijo ella al salir por la puerta, y Alfonso siguió pedaleando su bicicleta para avisar al médico.
Vicenta, que ya tenía práctica, había hecho que Dolores se quitara la ropa y se estirase en la cama. También había puesto agua a hervir, cosa que siempre se hacía en aquellos casos, para limpiar y esterilizar los utensilios.
Alfonso, después de avisar a don Salmerón se dirigió hasta “Hilados de Barcelona” para avisar al padre de la futura criatura. La fábrica era un enorme complejo industrial donde trabajaba infinidad de hombres y mujeres de San Martí y de los alrededores. Él la conocía bien porque había trabajado allí unos años, y se dirigió directamente hacia el almacén.
—¡Magín, que la Dolores ha roto aguas! —le anunció.
Él, que había visto a su vecino llegar con la bicicleta, extrañado se acercó hasta la puerta del almacén, y al enterarse del motivo de su visita salió corriendo hacia la oficina para comunicar que se ausentaba del trabajo. «La Dolores, que ha roto aguas» —pregonó, y salió corriendo junto al Alfonso, que pedaleaba a su lado.
La fábrica no estaba lejos, y aunque no tardaron mucho en llegar a la casa, al padre de la criatura le pareció una eternidad. Y ya en la estancia, trató de entrar en la habitación pero Vicenta no le dejó, donde ya estaba la comadrona con su esposa, y Neus, otra vecina.
Alfonso lo tranquilizaba diciéndole que se calmase, que aquello era normal y, que las mujeres y la comadrona sabían bien lo que hacían. Él le miró incrédulo y comenzó a dar vueltas en aquel pequeño recinto que al matrimonio les valía de cocina y comedor. El lugar era de forma rectangular y no había ningún lujo. En uno de sus lados más estrechos se encontraba la cocina y el fregadero, y en la de enfrente, una máquina de coser —marca Singer—, delante de la ventana, por la que de día entraba el sol. La puerta de entrada se encontraba en la parte más cercana a esta pared, y frente a ella, otra que comunicaba directamente con la única habitación de la vivienda. En el centro de la sala había una mesa redonda de madera, sin pintura de ningún color, cubierta por un mantel de ganchillo finamente elaborado, y a su rededor cuatro sillas a juego, con el asiento de anea. La cocina era de una pieza en hierro fundido con patas, con las puertas del horno y la del cenicero de porcelana blanca, a la que había que alimentar por la parte superior con carbón o con pequeños trozos de leña, a través de una boca de anillos metálicos.
En una estantería sobre una de las paredes había una pequeña figura de la Virgen de Montserrat, a la que una vela a cada lado la iluminaban débilmente, y en la otra, un sencillo armario de madera, que mostraba las piezas de una vajilla que Dolores había recibido de su familia como parte de su dote.
Magín seguía nervioso, y de cuando en cuando se acercaba a la puerta de la habitación para escuchar a través de ella. Después miraba a su amigo esperando que él le diera una respuesta; Alfonso le miraba, y en contestación se encogía de hombros. Éste, de nuevo se acercaba a la cocina y atendía el fuego apartando la olla. Cogía el gancho de hierro y meneaba las ascuas para acomodar un nuevo trozo de leña; colocaba de nuevo la olla y levantaba la tapadera para ver como el agua borboteaba sin cesar.
—Ahí dentro no puedes hacer nada, Magín, así que, es mejor que te estés quieto y tranquilo, que todo irá bien —le decía su amigo que se había sentado junto a la puerta.
Él asintió con un gesto de cabeza y de nuevo quitó la tapadera de la olla, que rellenó de una garrafa que había sobre el poyo de la cocina, y mientras su amigo liaba un cigarrillo con picadura que sacó de una pequeña petaca de cuero.
—¿Cómo va? —preguntó a Neus que salía a por agua caliente.
—¡Tranquilízate, hombre, todo va bien! Es cuestión de paciencia. Dolores es primeriza, y estas cosas pasan —contestó ella.
Paciencia era lo que le faltaba a aquel padre primerizo.
Dos horas más tarde, tras algunos chillidos y constantes: «¡ánimo, empuja!» —la comadrona, con ayuda de Vicenta y Neus, habían asistido el parto del primer y único hijo del matrimonio entre Magín Cots y Dolores Corominas. Don Salustiano Salmerón —el médico—, que llegó cuando la comadrona ya había hecho su trabajo, examinó a aquel niño de dos kilos y medio, y a su madre, que se encontraba bien, pero agotada. El viejo doctor salió complacido de la habitación y felicitó al padre, augurándole mucha felicidad, y más hijos. «Un hogar sin niños, es como un jardín sin flores» —le había dicho.
Alfonso ofreció al médico su picadura y su librillo de papel de fumar, que aceptó, y después de liarse y encender el cigarrillo, brindaron con Anís del Mono, que el padre de la criatura les ofreció. Por fin, Vicenta y Neus salieron de la habitación después de arreglar a Dolores.
—Ya puedes entrar a ver a tú esposa y a tú hijo —dijo el médico dándole unas palmadas en el hombro—. El próximo, verás como será más rápido.
Él, entró un poco acobardado, y se acercó hasta la cabecera de la cama, donde su esposa se encontraba reclinada sobre la almohada, que le miraba complacida con su hijo entre los brazos.
—Mira, Magín, ¡qué guapo es!
El padre lo miró embobado. Aquella criatura era su hijo; carne de su carne, sangre de su sangre. ¿Cómo no le iba a parecer guapo, si cada madre tiene el niño más hermoso del mundo?
Aquel día era sábado, 19 de febrero de 1921
...[...]
® La guerra del pa tou
«The war of the soft bread»— Beltrán Salvador

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