martes, 4 de agosto de 2009

Mi historia

De niño aprendí deprisa a leer porque quería enterarme de lo que decían las aventuras del Capitán Trueno, que me regalaba mi vecina Felisa. Aquellos tebeos me enseñaron a escribir en mi afán de copiar los diálogos de los perigramas con forma de globo que había en cada viñeta. En un principio, aprendí a copiar, y después hasta hacía mis propias versiones dada mi aguzada imaginación de seis y ocho años. También me encantaban los tebeos de Roberto Alcazar y Pedrín, y años después los de Hazañas Bélicas, aunque estos me resultaban demasiado emborronosos tanto por el tema como por las ilustraciones. Durante muchos años guardé mis copias de tebeos en una caja de zapatos, como un tesoro, y un buen día descubrí que los ratones habían hecho pasto de mis excelentes plagios de la firma Bruguera, escritos en papel de todo tipo que recogía y guardaba como oro en paño. Incluso los pedía en la de pescadería, y la señora Enriqueta me los daba riéndose, añadiendo que un día tenía que enseñarle mi colección, pues ella contribuía a mi enseñanza.
Los años dieron paso a los libros ocupando mucho tiempo, y mi afición a los tebeos quedó aparcada, y con el tiempo, olvidada, como todos olvidamos y rememoramos los años felices de nuestra niñez. Con el tiempo, mis tebeos y viñetas se convirtieron en planos y expedientes, y el poco tiempo disponible para mis elucubraciones literarias, en libros interminables de historietas, aventuras y experiencias recogidas a lo largo de viajes y años.
Miles de hojas, libretas y cuartillas forman mis nueve libros, antes, nunca terminados, y alguno interminable, y aunque la ingeniería la llevo en la sangre, quiero que mis relatos y novelas cobren vida con la ilusión de que un día cercano se publiquen, y que alguien los lea.
Ahora, tras una jubilación anticipada, no deseada, nada me impide retomar las aventuras del Capitán Trueno, y las del Jabato, y hasta las de Hazañas Bélicas, que nunca debí olvidar, pero que no me afligen, pues mi vida estuvo llena de aventuras y satisfacciones.

El tren de la vida

Tiempo atrás leí un libro que me hizo pensar. Su lectura era interesante. Comparaba nuestras vidas con un viaje en tren salpicado de accidentes.
Si lo piensas, al nacer nos subimos al tren de la vida, y en el trayecto nos encontramos con personas que entonces creemos que siempre estarán contigo en el viaje. A medida que el tren avanza en su recorrido nos vamos distanciando de ellos, aunque vayan en el mismo convoy, y sin darnos cuenta, un día tendremos que parar en una estación donde se bajarán dejándonos huérfanos de su cariño, pero el tren continuará su recorrido en busca de otra estación. Y en cada estación subirán a nuestro tren otras personas que serán muy especiales. Subirán nuestros hermanos, nuestros amigos, los enemigos y hasta los amores. Algunos sólo harán un corto paseo con nosotros, y en alguna estación cambiarán de tren. Nuestro viaje estará repleto de alegrías, también de tristeza. Habrá quien viajará contigo pasando desapercibidos, en cambio, otros se moverán constantemente por tú tren ayudando o creando problemas. Algunos, cuando bajen dejaran añoranza, en cambio, de otros ni te darás cuenta. En tú viaje habrá otros que harán el mismo trayecto, pero en distintos vagones, sin que interfieran en tu vida, y sabrás de ellos por terceros, a menos que te muevas por el convoy. Puede que en tú recorrido encuentres gente interesante con la que relacionarte, aunque no podremos sentarnos a su lado; no habrá asientos libres.
Los viajes son curiosos. A veces están llenos de sorpresas, de sueños, de fantasías y desafíos, de esperas y despedidas, pero en nuestro tren, nunca hay regresos -en la vida real no existe la moviola, ni el borrador-. En nuestro viaje veremos bajar amigos, hermanos y conocidos, pero nunca sabrás dónde lo harán nuestros propios compañeros.
Si lo piensas... será triste separarte de muchos... y doloroso cuando toque bajarte...
Si lo piensas... deja añoranza en tú asiento vacío.
Beltrán Salvador

domingo, 5 de julio de 2009

El día que Juan nació

En una pequeña habitación de la planta baja de un viejo edificio, e iluminada por la débil luz de una bombilla, aquella, sería una noche especial. La misma tarde, Dolores se sentía indispuesta, y previniendo que el crucial momento se acercaba, llamó a su vecina Vicenta, que no tardó en acercarse, pero antes, mandó a Alfonso —su marido— en busca de la comadrona, y de Magín, el marido de Dolores. Él cogió su pesada bicicleta y pedaleó hacia la casa de la matrona. Era una hora avanzada, de una tarde ventosa y fría, que en las calles provocaba ráfagas polvorientas y escasa visibilidad. A pesar de ello continuó pedaleando hasta la casa, franqueada por una pesada puerta cuya aldaba, réplica de una mano con una bola de hierro fundido, golpeó repetidamente. La partera no tardó en salir con sus enseres, cubriéndose la cabeza con un pañuelo oscuro que ató bajo su barbilla.
­«¡La Dolores, que ha roto aguas!» —le había dicho él cuando se asomó al balcón de la primera planta.
«¡Ve ha buscar a don Salmerón!» —dijo ella al salir por la puerta, y Alfonso siguió pedaleando su bicicleta para avisar al médico.
Vicenta, que ya tenía práctica, había hecho que Dolores se quitara la ropa y se estirase en la cama. También había puesto agua a hervir, cosa que siempre se hacía en aquellos casos, para limpiar y esterilizar los utensilios.
Alfonso, después de avisar a don Salmerón se dirigió hasta “Hilados de Barcelona” para avisar al padre de la futura criatura. La fábrica era un enorme complejo industrial donde trabajaba infinidad de hombres y mujeres de San Martí y de los alrededores. Él la conocía bien porque había trabajado allí unos años, y se dirigió directamente hacia el almacén.
—¡Magín, que la Dolores ha roto aguas! —le anunció.
Él, que había visto a su vecino llegar con la bicicleta, extrañado se acercó hasta la puerta del almacén, y al enterarse del motivo de su visita salió corriendo hacia la oficina para comunicar que se ausentaba del trabajo. «La Dolores, que ha roto aguas» —pregonó, y salió corriendo junto al Alfonso, que pedaleaba a su lado.
La fábrica no estaba lejos, y aunque no tardaron mucho en llegar a la casa, al padre de la criatura le pareció una eternidad. Y ya en la estancia, trató de entrar en la habitación pero Vicenta no le dejó, donde ya estaba la comadrona con su esposa, y Neus, otra vecina.
Alfonso lo tranquilizaba diciéndole que se calmase, que aquello era normal y, que las mujeres y la comadrona sabían bien lo que hacían. Él le miró incrédulo y comenzó a dar vueltas en aquel pequeño recinto que al matrimonio les valía de cocina y comedor. El lugar era de forma rectangular y no había ningún lujo. En uno de sus lados más estrechos se encontraba la cocina y el fregadero, y en la de enfrente, una máquina de coser —marca Singer—, delante de la ventana, por la que de día entraba el sol. La puerta de entrada se encontraba en la parte más cercana a esta pared, y frente a ella, otra que comunicaba directamente con la única habitación de la vivienda. En el centro de la sala había una mesa redonda de madera, sin pintura de ningún color, cubierta por un mantel de ganchillo finamente elaborado, y a su rededor cuatro sillas a juego, con el asiento de anea. La cocina era de una pieza en hierro fundido con patas, con las puertas del horno y la del cenicero de porcelana blanca, a la que había que alimentar por la parte superior con carbón o con pequeños trozos de leña, a través de una boca de anillos metálicos.
En una estantería sobre una de las paredes había una pequeña figura de la Virgen de Montserrat, a la que una vela a cada lado la iluminaban débilmente, y en la otra, un sencillo armario de madera, que mostraba las piezas de una vajilla que Dolores había recibido de su familia como parte de su dote.
Magín seguía nervioso, y de cuando en cuando se acercaba a la puerta de la habitación para escuchar a través de ella. Después miraba a su amigo esperando que él le diera una respuesta; Alfonso le miraba, y en contestación se encogía de hombros. Éste, de nuevo se acercaba a la cocina y atendía el fuego apartando la olla. Cogía el gancho de hierro y meneaba las ascuas para acomodar un nuevo trozo de leña; colocaba de nuevo la olla y levantaba la tapadera para ver como el agua borboteaba sin cesar.
—Ahí dentro no puedes hacer nada, Magín, así que, es mejor que te estés quieto y tranquilo, que todo irá bien —le decía su amigo que se había sentado junto a la puerta.
Él asintió con un gesto de cabeza y de nuevo quitó la tapadera de la olla, que rellenó de una garrafa que había sobre el poyo de la cocina, y mientras su amigo liaba un cigarrillo con picadura que sacó de una pequeña petaca de cuero.
—¿Cómo va? —preguntó a Neus que salía a por agua caliente.
—¡Tranquilízate, hombre, todo va bien! Es cuestión de paciencia. Dolores es primeriza, y estas cosas pasan —contestó ella.
Paciencia era lo que le faltaba a aquel padre primerizo.
Dos horas más tarde, tras algunos chillidos y constantes: «¡ánimo, empuja!» —la comadrona, con ayuda de Vicenta y Neus, habían asistido el parto del primer y único hijo del matrimonio entre Magín Cots y Dolores Corominas. Don Salustiano Salmerón —el médico—, que llegó cuando la comadrona ya había hecho su trabajo, examinó a aquel niño de dos kilos y medio, y a su madre, que se encontraba bien, pero agotada. El viejo doctor salió complacido de la habitación y felicitó al padre, augurándole mucha felicidad, y más hijos. «Un hogar sin niños, es como un jardín sin flores» —le había dicho.
Alfonso ofreció al médico su picadura y su librillo de papel de fumar, que aceptó, y después de liarse y encender el cigarrillo, brindaron con Anís del Mono, que el padre de la criatura les ofreció. Por fin, Vicenta y Neus salieron de la habitación después de arreglar a Dolores.
—Ya puedes entrar a ver a tú esposa y a tú hijo —dijo el médico dándole unas palmadas en el hombro—. El próximo, verás como será más rápido.
Él, entró un poco acobardado, y se acercó hasta la cabecera de la cama, donde su esposa se encontraba reclinada sobre la almohada, que le miraba complacida con su hijo entre los brazos.
—Mira, Magín, ¡qué guapo es!
El padre lo miró embobado. Aquella criatura era su hijo; carne de su carne, sangre de su sangre. ¿Cómo no le iba a parecer guapo, si cada madre tiene el niño más hermoso del mundo?
Aquel día era sábado, 19 de febrero de 1921
...[...]
® La guerra del pa tou
«The war of the soft bread»— Beltrán Salvador

viernes, 3 de julio de 2009

Campiña en febrero

Un tratante de cuadros buscaba entre las colecciones de un anticuario. Tras un gran rato y mover muchos de sitio encontró uno especial. El lienzo estaba montado sobre una deslucida moldura de estilo clásico. La pintura era el paisaje de una campiña llana y extensa, con un cielo de día claro, cuyos colores le daban una tonalidad realista iluminada por un resplandor lejano e indescriptible. En el margen izquierdo del lienzo, algo parecido a unas piedras era el único contraste que rompía la uniformidad del terreno.
El tratante se quedó prendado de los colores y lo adquirió.
No había autor ni fechas que lo identificaran, pero a juzgar por el marco y las tonalidades, aquel cuadro debía de ser muy antiguo.
Dennis pensaba que había hecho una buena adquisición, pues estaba seguro que iba a doblar su inversión tan pronto se lo mostrara a Taylor, que siempre le compraba lo que le llevaba sin regatearle un sólo penique.
Y así fue. Taylor compró el cuadro a Dennis, y le invitó a que se uniera a sus invitados para una partida de póquer. Él accedió primero a colgar el cuadro en el lugar elegido por su anfitrión, y después se uniría a ellos como hacía otras veces.
El lugar destinado era el centro de la pared principal de la sala, puesto que desde cualquier lado de ella se podrían apreciar con claridad sus colores.
Una vez que el cuadro estuvo colocado, el tratante se dio cuenta de que en el lugar donde había visto unas piedras se vislumbraba un número; parecía un dos. Se acercó para cerciorarse, y era una piedra. Extrañado se dirigía hacia la sala de juego para reunirse con los demás, pero se giró de nuevo para asegurarse de que no había tenido una visión, y entonces, en el lugar de las piedras le pareció distinguir otro número; parecía un ocho.
Extrañado se frotó los ojos para mirarlo de nuevo.
Las piedras se veían con claridad.
Aturdido lo observó una vez más, y vacilante, dio por terminado su trabajo para unirse a la partida.
Taylor se acercó con sus invitados a contemplar la maravilla que había adquirido, y quedó maravillado de los colores. Por curiosidad, preguntó al marchante por el nombre del cuadro, y el de su autor, pero Dennis no supo aportarlo, pues desconocía dato alguno sobre la pintura, aunque prometió buscarlos entre los muchos catálogos que tenía en su almacén.
Después reanudaron el juego que duró hasta entrada la madrugada, e hicieron un descanso para tomar un aperitivo. Dennis perdía un verdadero capital y pensaba retirarse, pero aquella noche, la suerte del jugador estaba en retirase antes de empezar, o terminar con los bolsillos vacíos.
Jugaron toda la noche.
El tratante estaba abstraído pensando en sus perdidas que por la mañana se habían duplicado. Los otros jugadores tenían buena racha y se iban repartiendo sus pérdidas. Hastiado, pidió un descanso para ir al aseo y pasó por delante del cuadro al que, un reflejo del espejo del pasillo le hacía llegar un rayo de sol, iluminándolo, haciendo que sus colores parecieran los del amanecer de un claro día. El cuadro había cambiado sus tonalidades.
El paisaje se veía árido y desolado, y, a él le pareció que se escuchaba una leve risa histérica. Ahora, los números se notaban con mayor claridad, y cuanto más lo miraba, sentía como un escalofrío recorría su cuerpo.
En aquel salón no había nadie más y la risa se acrecentaba; le estaba volviendo loco. Con temor se acercó hasta el cuadro y observó con más atención la pintura.
«El dos y el ocho. Está claro: veintiocho. Veintiocho días es lo que dura un ciclo lunar, por lo tanto, el cuadro se puede llamar: fase lunar, o ciclo lunar, o puede que, como febrero tiene veintiocho días y la pintura representa un campo, el cuadro se llame: …campiña en febrero» —pensó cavilando.
En aquel instante las risas dejaron de escucharse y se oyó un gemido.
El cuadro cayó al suelo dando un tremendo golpe y, por unos instantes se mantuvo en perfecto equilibrio.
Dennis estaba seguro de haberlo colocado bien y se apresuró a recogerlo, pero entonces cayó hacia delante dejando ver su parte posterior, donde apareció un escrito que decía:
«Si no sabes mi nombre, ni qué represento, no me expongas o la suerte te abandonará».

El día de las chachas

Normalmente acudía los jueves a Madrid para visitar a unos clientes; aquella era la excusa de hombre de negocios, que desde hacía muchos años decía en casa para huir de la rutina de su matrimonio y mantenerse como esposo y padre impoluto. Su imagen era muy importante para alguien cómo él, al que todo el mundo en su pueblo respetaba.
Habitualmente era un hombre de costumbres, sin embargo, desde hacía algún tiempo le rondaba en la cabeza probar nuevas sensaciones. Llevaba demasiado tiempo con la misma meretriz, y últimamente se aburría. Aquel día, al llegar a Madrid compró el Mundo y leyó los anuncios de contactos. Uno de ellos decía: “Jovencita universitaria, no profesional, por 500 € atiende todos tus deseos.” Era un poco caro, pero él sintió curiosidad. Pensó que por aquel precio debería hacerle el súmmum, y se aventuró a probar. Le atendió al teléfono una voz dulce y sensual, y quedaron a media tarde en un discreto hotel donde él debía reservar una habitación.
A la hora convenida él entró en el hotel, y el recepcionista le informó que una señorita había preguntado por su habitación. Subió las escaleras, y tras recorrer el pasillo entró en ella donde una chica morena esperaba de espaldas a él. La muchacha tenía un cuerpo espectacular.
«¡Menudas caderas! —pensó dándole un repaso—. ¡Joder, aquí si que me lo boy a montar!»
Ella, al oír sus pasos se giró y exclamó:
—¡Papá! ¿Qué haces aquí?
Él, quedo inmóvil y perplejo. Aquellos segundos le helaron la sangre.
—¡Papá! ¿Qué haces aquí? —insistió.
—¿Y tú, no estabas en la facultad estudiando? —atinó él a preguntar intentando recuperar la autoridad paterna—. ¿Qué haces aquí?
Ella, ruborizada trataba de estirar su falda.
—Papá, yo he preguntado primero.
—¡Carmina, te recuerdo que soy tu padre! ¡Contesta!
—He venido a ver a una amiga que... ¿Y tú, qué haces aquí?
—Tú te crees que soy tonto. Iba en un taxi para ir a la estación, y por casualidad te he visto entrar en el hotel. He parado y he venido a verte. Venga, vámonos de aquí.
Ninguno de los dos dijo nada hasta llegar a la calle.
—Mañana, cuando termines tus clases, recoges las cosas y vuelves al pueblo —dijo su padre—. Éste trimestre estudiarás en casa, y ya volverás para los exámenes.
Se separaron tras un frío beso, y él nunca más volvió a Madrid.

Beltrán Salvador

Esperanza

«Tres meses es muy poco tiempo para despedirme de mis familiares y amigos. ¿Cómo voy a explicarles que me estoy muriendo y, que mí visita, para algunos es la despedida? Y a otros, los más lejanos, ¿cómo puedo explicarles que ya no recibirán más felicitaciones, ni cartas? ¿Qué pensarán? Y mi esposa, ¿qué será de ella? No puedo hacerle esto; es una mala pasada… Esto no puede estar pasándome. Tan sólo es un mal sueño… » —. Aquellos pensamientos me tenían abstraído, y ni me daba cuenta que la enfermera cambiaba el bote de suero por otro, con un nombre extraño.
Me encontraba en el Hospital de Día. Aquella era mi primera sesión de quimioterapia, que según el hematólogo, si mi vida tenía alguna solución, sería una de las muchas por las que tendría que pasar.
El líquido empezó a gotear formando un burbujeo en el interior del frasco de cristal. Al principio lo hizo muy deprisa, hasta que se niveló, mezclándose con el suero que había en la vía que conectaba con mi brazo.
Aquel fluido transparente inició su andadura por la vena, y en su camino comenzó a devorar las células indiscriminadamente. Lo hacía sin diferenciar las buenas de las malas, las grandes o pequeñas. Su cometido era avanzar y eliminarlas. A su encuentro, el organismo se defendía con las plaquetas que se enfrentaban y sucumbían ante el invasor, que continuaba implacable su avance mezclándose con la sangre. La presión arterial mantenía el continuo flujo por las venas, y éste continuó hasta la cava superior que le conducirá directamente hasta la aurícula derecha del corazón. Allí, a cada contracción, la sangre con su mezcla de producto químico pasará al ventrículo, y a su vez, éste la enviará hasta el pulmón donde se cargará de oxigeno. A su regreso al corazón, lo hará al lado izquierdo, y a cada contracción pasará de la aurícula al ventrículo y se encaminará por la vena aorta hasta sus ramificaciones más extremas.
Las partículas químicas continuaran su recorrido por toda la red de venas y capilares, mezclada con la sangre, entablando batalla contra todo lo que se oponga a su camino. En los tejidos, la sangre irá dejando su carga de oxigeno y nutrientes, y recogiendo los desechos para mantenerlos limpios, y regresará al corazón para volver y repetir incansable una y mil veces el mismo camino. Y el líquido transparente seguirá invadiendo todas las partes del cuerpo, eliminando células, buenas y malas, grandes y pequeñas, porque ese es su cometido.
La enfermera cambió el frasco por otro de color calabaza, y este empezó a gotear formando un burbujeo en su interior. Al principio lo hizo muy deprisa, hasta que la vía se niveló, y el nuevo producto avanzó mezclándose con la sangre, devorando células. Lo hacía sin diferenciar las buenas de las malas, las grandes o pequeñas. Su cometido era avanzar y eliminarlas.
Más tarde, el nuevo producto era azulado.
La invasión del cuerpo por el constante goteo de productos químicos continuó durante un par de horas, y hasta que las defensas del cuerpo se deshicieran por completo del invasor, tendría que pasar muchos días. Todo el tiempo, las partículas químicas continuarán devorando células, buenas y malas, grandes y pequeñas.
La médula ósea continuará fabricando células sin enfermedad, y enviándolas al torrente sanguíneo donde se mezclaran con las viejas. Algunas sucumbirán al ataque del producto químico invasor, pero otras continuaran su andadura por venas y capilares irrigando el tejido...
De repente desperté y recordé el motivo por el que estaba allí, el miedo que había pasado. Mi esperanza era que aquello diera resultado. Tenía frío.
... [...]

® Yo también tengo cáncer - Beltrán Salvador.

viernes, 26 de junio de 2009

Carta de un suicida

Junto al cadáver de un suicida se encontró una carta explicando el fatal motivo. Esta decía así:
«Señores policías:
Espero que no se culpe a nadie de mi muerte. Me quito la vida voluntariamente porque dos días más que viviese sería un gran martirio, y es demasiado.
Verán: Tuve la desdicha de casarme con una viuda, y esta tenía una hija. De haberlo sabido nunca me hubiera casado con ella. Mi padre, para mayor desgracia era viudo y se enamoró y se casó con la hija de mi mujer. De manera que mi mujer era suegra de su suegro. Así, sin más, mi hijastra se convirtió en mi madrastra y mi padre al mismo tiempo en mi yerno. Al poco tiempo, mi madrastra trajo al mundo una niña que era mi hermana y a la vez nieta de mi mujer, de modo que yo soy abuelo de mi hermana. Algún tiempo más tarde, mi mujer trajo al mundo un niño que como era hermano de mi madrastra, era cuñado de mi padre y nieto de su hermana, por lo tanto: tío mío. Así que, mi mujer es nuera de su hija. Yo, soy padrastro de mi madrastra y mi padre y su mujer son mis hijastros. Mi hijo es mi biznieto y el tío de su tía. Además, resulta que yo soy mi propio abuelo. Como ustedes comprenderán, me despido de este mundo porque no sé quién soy, y, de repente, hasta podría ser primo de Rajoy».

Beltrán Salvador (Arreglos de un chiste malo de política poco creativa)

jueves, 25 de junio de 2009

El lector

Días antes había empezado a leer la novela. La había abandonado por otros asuntos más importantes, y volvió a abrirla en el tren, cuando regresaba a su casa del trabajo; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Aquella tarde, después de escribir unas cartas y de hacer varias llamadas de teléfono, volvió a coger el libro en la tranquilidad de su hogar. Se arrellanó en su sillón favorito, de espaldas a la puerta, y se dispuso a leer los últimos capítulos.
En la memoria retenía los nombres y las imágenes de los protagonistas; la trama le ganó en seguida. Su lectura se iba desgajando línea a línea, y a la vez sentía que su cabeza se sumergía en el texto. Palabra a palabra, absorbido por la intriga de los personajes, se dejaba llevar hacia las imágenes que adquirían color y movimiento, y pronto sería testigo del desenlace. Todo estaba minuciosamente estudiado: la coartada y su justificación, el azar y los posibles errores. A partir de entonces, cada instante tenía su tiempo escrupulosamente atribuido. Primero entró en escena la mujer, desconfiada; después llegaba el amante, aterido de frío y soplándose la punta de los dedos. Ella, con pulcritud le engañaba con sus besos, pero él rechazó las caricias; no había ido hasta allí para repetir la ceremonia de una pasión secreta, protegida por un mundo de ilusiones sin futuro. El puñal se templaba contra su pecho y debajo latía acelerado su propio corazón.
Continuaba un diálogo jadeante que corría por las páginas como un torrente de serpientes, y se intuía que todo estaba resuelto. Hasta las caricias que enredaban el cuerpo del amante tratando de retenerlo y de disuadirlo, perfilaban la imagen de otro ser que era necesario eliminar.
El feroz relato se interrumpía apenas, para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. Afuera llovía.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta del motel. Ella debía seguir el camino que iba a su casa, dando un rodeo. En sentido contrario, él se giró un instante para ver cómo se alejaba. Después de aquello, ella sería solamente suya. Corrió guareciéndose entre las sombras de los árboles y los setos. No había nadie, y nadie debía verlo para evitar sospechas. El personal de servicio hacía horas que había abandonado sus quehaceres, y entró en la casa seguro de no encontrarlos.
Sentía los latidos de la sangre galopar en sus oídos, mezclados con las palabras de su amante: «después de la entrada, una sala larga, a continuación un corredor, y al final, una escalera».
Subió los peldaños de tres en tres. En lo alto, tres puertas. Nadie en la primera habitación; nadie en la segunda. Abrió la puerta del salón con el puñal en la mano; su silueta se reflejaba tenuemente en los cristales del ventanal, y, como una sombra se acercó hasta el respaldo del sillón donde había un hombre que leía una novela.


Beltrán Salvador.

miércoles, 24 de junio de 2009

Ella, la Barbie

Ramón Villagrossa murió en Shanghai victima de un infarto —o de una embolia, qué más da— en brazos de su secretaria personal —treinta años más joven—, y ni los forenses ni los maquilladores pudieron quitarle la expresión de placer que su rostro reflejaba. Su matrimonio con Ángeles no le privó de la vida de dandy que había llevado hasta entonces, y ella hastiada había probado algún yogur que no funcionó, y se había refugiado en el negocio.
A mi, la noticia de su muerte me sorprendió en Buenos Aires con una joven brasileña que me enseñaba a bailar samba después de un ajetreado día, y desde entonces he vuelto a ser fiel a todos mis principios, sin olvidarme de que aunque me toque bailar todos los días con la misma escoba, es la mía, que ya le tengo cogido todos los puntos.

A menudo, aún recuerdo los momentos vividos con Natalia y su sonrisa encantadora cada vez que coincidíamos en la puerta de mi oficina, y nos saludábamos como se saludan los buenos vecinos. Algunas veces tan sólo era un saludo sordo, sin palabras, como esas conversaciones mudas que emitimos, en las que sólo la mirada o un simple gesto son tan expresivos como mil señales. También recuerdo aquella primera noche que caminamos tranquilos por el Paseo Marítimo, sin prisas, como si el tiempo no fuera un obstáculo o un pretexto por la diferencia de edad que ella y yo teníamos. Caminamos despacio, sin que la proximidad entre ambos fuera distante ni cercana, como a un paso que a menudo ella trataba de evitar, jugando a acercarse y tratando de tomar mi mano o rozarse para que el tacto entre ambos se hiciera familiar. Avanzábamos expectantes el uno del otro; yo tratando de evitar lo que ella se proponía; y ella tratando de romper mi distancia provocando con sus acercamientos el acorralamiento que yo evitaba.
—¿Me lo quieres poner difícil? —había dicho—. Esta noche puede ser inolvidable. Te lo aseguro —confirmó poniéndose frente a frente. Su cara estaba muy cerca de la mía. Nuestros apéndices nasales se rozaban y yo percibía el tenue olor a lavanda del jabón con el que se había lavado.
Recuerdo su boca provocativa; sus labios sensuales.
Por un momento permanecimos así, callados, tomados de la mano y sin decir nada, sólo la mirada relajada y fija que penetraba en nuestro interior haciendo que un apacible calor circulase por nuestros cuerpos, comunicándose a través del contacto de nuestra piel.
En aquellos días, en los jardines y parques destacaba el cálido colorido del mes de mayo, y se podían inhalar los perfumes entremezclados que desprendían las plantas y las flores. En realidad, sólo el tiempo no estaba de acuerdo con las fechas, pues unos días hacía un calor sofocante, y otros un fresco casi invernal. Nunca acertabas con la ropa. Y entre las personas, la alegría y el biorritmo se mostraban alterados, y en muchos rostros se distinguía la euforia creciente que la primavera les inyectaba como si de una pócima o de una droga se tratase.
En aquellos tiempos, ella era una muchacha animada y alegre, y tenía una mirada cálida que cada vez que la percibía me daba a entrever algo en lo que no quería pensar, pues sin querer, algo me intimidaba. Sí. Ya sé que estas cosas son como son, y a menudo no se pueden evitar. La verdad es que nunca imaginé que una muchacha de poco más de veinte años se fijase en un hombre corrido, como yo, cumplidos ya mis treinta y seis años, cerca de los treinta y siete. En un principio sentía reparos, o tal vez era que sentía vergüenza, o pudor, pues en aquella época, a la gente de mi edad estas cosas nos cortaban. Fuera como fuese, empezaba a inquietarme los reiterados encuentros con mi vecina, su cálida mirada y su aparente búsqueda, aunque estos eran inevitables a menos que cambiase el lugar de mi oficina.
Recuerdo que al principio de instalarme no me había percatado de ella, ni de las dependientas, aunque es bien cierto, que a través de las cortinas de mi despacho la veía llegar con una motocicleta, y otras veces con un viejo y deslucido Seat 132.
Ella era una muchacha delgada, de pelo negro y rizado, y casi no se le apreciaba el pecho. Su indumentaria habitual eran los pantalones vaqueros, que marcaban sus contornos y realzaban la figura de su culo haciéndola apetitosa; pues fijarme, aunque diga que no, en eso si me había fijado. El caso es que por la circunstancia que fuera, y sin darme cuenta, me atraía de igual forma que me intimidaba. Sí. Me atraía como a todo hombre le atraen las mujeres más jóvenes, pero con tanta diferencia me podía sentir algo perverso, y hasta de viejo verde —dirían más de uno de mi edad—, aunque esto era algo que yo no debía pensar; ya lo harían los demás. En mi justificación diré que nunca me gustaron las cosas tan burdas, pero me complacía ser el objeto de sus miradas, pues ello, para mí era motivo de halago personal.

Una tarde después de cerrar, me acerqué hasta el supermercado que tenía a escasos cincuenta metros, frente a la oficina. Tenía que hacer la compra para abastecer de provisiones mi despensa, porque dicho sea de paso, la nevera estaba vacía. Me gustaba tener de todo en casa, pues a menudo me daba por hacer vida sana y me pasaba buenos ratos cocinando —algo que me relajaba—, y otras veces pasaba olímpicamente de los michelines que se apreciaban en mi cintura, y comía cualquier cosa en cualquier restaurante de la zona, sin importarme las calorías o la grasa de los menús.
En el súper, caminé despreocupadamente por los pasillos empujando el carrito hasta completar mis necesidades culinarias y alimenticias. Lo hice sin lista ni orden alguno, pues en la cocina como en la vida, siempre me gustó improvisar.
—Hola, vecino —escuché a mi espalda—. ¿Qué, haciendo la compra?
Era la voz de mi vecina.
—¡Ah, hola! —dije girándome—. Pues, ya ve usted, sí. Haciendo la compra; ya me estaba haciendo falta porque no tengo ni cervezas en la nevera. Además, como nadie me hace el favor, tendré yo mismo que hacer el esfuerzo de acercarme y elegir mis viandas.
—Claro. ¿Está soltero? —preguntó sin cortarse un pelo.
—No. Estoy separado, que es peor.
—No se queje, hombre, ¡que ésa canción es vieja y ya me la sé!
—Perdone, usted. Yo no me he quejado —repliqué—. Sólo le he dicho que nadie me hace la compra. Nada más.
... [...]
® Ella, la Barbie - Beltran Salvador

martes, 23 de junio de 2009

El camino de Mú


Caminando por el interior de una oscura gruta, un pequeño grupo de exploradores seguía con especial atención las indicaciones que daba el primero. La caverna era tan imponente que su presencia allí resultaba emocionante, y la euforia les hacía fluir adrenalina a ritmo acelerado, con riesgo de olvidarse del lugar en el que se hallaban.
Aquel terreno era un camino pétreo y rugoso, que en algunos sitios mostraba una peligrosa pendiente. La oquedad era enorme desde su incursión, a la que habían accedido por una estrecha brecha oculta por la densa vegetación. No muy lejos de allí, la prominente masa arqueológica de Chichén Itzá reinaba majestuosa en un inmenso claro que se había abierto en la selva yucateca.
El grupo había llegado al lugar en las primeras horas de la mañana, y habían entrado en la gruta con toda la cautela del mundo. En su interior, las estalactitas y las estalagmitas formaban tenebrosas sombras, que las tenues luces de las linternas dejaban tras de sí al ser iluminadas. En algunas partes de la gruta, las inmensas estalactitas se encontraban unidas a las estalagmitas formando colosales columnas, que para los antiguos mayas se consideraban sagradas. Para cualquiera de nosotros, si dejamos correr la imaginación, aquel recorrido podía parecerse a estar caminando entre las fauces de un gigantesco saurio, que en cualquier momento podía cerrar su boca.
El grupo era reducido.
A la cabeza de ellos caminaba Ismael Montes; típico mejicano de mediana edad, que vestía pantalón blanco de corte recto, y filipina clara de dril, de estilo campesino. Su estatura no era muy grande. Detrás de él, a escasos metros, iba Roberto Miranda, un güero que procedía del Distrito Federal, la capital neurálgica de la República Mejicana. Poco más atrás, les seguían dos americanos altos y delgados que caminaban cuidadosos de no tropezar. El primero de ellos alumbraba a los pies del segundo, para que pudiera ver dónde pisaba. El otro transportaba una pesada cámara montada en su trípode, con la que de tanto en tanto tomaba fotografías de la inmensa bóveda, y de las espectaculares precipitaciones de carbonato que iban encontrando al paso. No muy lejos de ellos, pero sí algo rezagado, iba un hombre mayor, de pelo canoso, que se alumbraba con una lámpara sobre su casco. Este examinaba con especial atención las paredes y las formaciones calcáreas, que el agua, gota a gota, había dejado con el paso de los siglos. Detrás de él, algo rezagada, una joven de pelo rizado y rojizo iba recogiendo algunas muestras de carbonato, que desprendía con un instrumento metálico y las colocaba en un frasco de cristal. En último lugar, un muchacho de piel morena y abundante pelo negro permanecía atento a las indicaciones de la joven y del viejo doctor. Aquel muchacho de claros rasgos mestizos cargaba una mochila y una gran lámpara de pie que sujetaba por un asa metálica. La lámpara estaba alimentada con carburo cálcico y agua, y daba una débil luz amarillenta que se desprendía a través de la pantalla de cristal que protegía la llama.
Todo el grupo se encontraba maravillado por el espectáculo, y el más anciano y la joven, sorprendidos ante aquella colosal obra de la naturaleza. El grupo caminaba despacio, deteniéndose a cada instante para observar cualquier detalle. No había prisa alguna, ni tenían que correr riesgos que pudieran desencadenar en un accidente, algo de lo que Ismael y Miranda se preocupaban antes de continuar adelante.
El estrecho corredor por el que caminaban, continuaba por un costado de la cavidad sumido en la más oscura de las penumbras, y la enorme caverna se estrechaba dando paso a un nuevo conducto, por el que debían seguir caminando.
El grupo seguía cauteloso por aquel sendero natural, que en algunos lugares parecía que había sido agrandado a propósito, con algún tipo especial de herramientas, por la perfección de su alisado.
De cuando en cuando, Peter Brown posicionaba el trípode y nivelaba la cámara, y la enorme cueva se inundaba de espectaculares y fantasmagóricas sombras, efecto del potente resplandor destellado del flash. Y aquellas sombras podían hacer correr la imaginación.
Los dos hombres de cabeza se detuvieron a esperar al resto del grupo. Lo tenían que hacer continuamente para no separarse demasiado, y a menudo volvían sus pasos para ayudar e indicar a los demás del peligro de un traspié. Tras agruparse, de nuevo continuaron caminando por un angosto sendero, por el que a sus pies discurría un continuo canalillo de escurridizas y cristalinas aguas.
El nuevo paso se estrechaba y se hacía bajo, y de nuevo, unos metros más allá las paredes volvían a ensancharse, y se encontraban en otra oscura y profunda caverna. En esta, como en la otra, desde el techo se precipitaban numerosas formaciones calcáreas; alguna de ellas, de tamaño descomunal llegaban a juntarse con el suelo. La nueva caverna se extendía en la oscura profundidad, y el sendero seguía acompañado por el canalillo, que el constante discurrir del agua había erosionando en el suelo.
En algunos lugares de aquella cavidad, el canalillo aumentaba su caudal y se ensanchaba para unirse a otros canalillos provenientes de otras partes de aquella caverna, y continuaba su andadura junto al sendero.
Ismael y Miranda esperaron de nuevo al resto del grupo. Aquella vez, esperaron en la parte más ancha del camino hasta que estuvieron reunidos. Mientras tanto, alumbraban la bóveda y las paredes, tratando de averiguar las enormes dimensiones de aquella caverna, que en algunas partes del techo podía superar los ocho o los diez metros de altura.
... [...]
® El camino de Mú - Beltrán Salvador

A partes iguales

En mi primer divorcio, ella se quedó con la casa y con los hijos, y me dejó desolado y con las deudas; la segunda —quince años más joven— sólo se llevó el coche y parte de mis ahorros. Con la tercera, algo había aprendido, y el matrimonio me costó los ochenta dólares del juez, y una pequeña manutención hasta que ella encontró a otro que cada noche calentara sus sábanas —que por suerte, fue un mes más tarde—. La cuarta vino con las cosas de su ex, y hasta que duró lo disfrutamos en varios cruceros por el Caribe, una expedición por el Amazonas, y un viaje a la Toscana. Me dejó en París cuando descubrió a un rico empresario dueño de una factoría de componentes informáticos, y ni siquiera se molestó en recoger sus pertenencias —las de su ex—, que empeñé, y sufragaron el regreso a mi antiguo apartamento. Tras unos años de celibato encontré a mi nueva pareja, que vino a mi casa sin bienes materiales y sin niños, y de común acuerdo decidimos compartir nuestras vidas. Desde entonces, cada día ella va a la oficina y yo me ocupo de...

El primer día en puerto

[...]
Un grupo de tripulantes del Caribbean Star se encontraba alrededor de una mesa, celebrando el regreso a la ciudad de Houston. Estrada competiría en un pulso con Marcos, por bailar el primero con la guapa, Susi, mientras otra vedette animaba al resto con las apuestas. Aquella noche, el Club Sagittarius de la avenida Clinton se hallaba lleno, y las cálidas e insinuantes miradas de las chicas del local daban colorido a una noche que acababa de empezar.
Los marineros colombianos apostaron por Estrada; los otros por el filipino.
La vedette recogió trescientos dólares y los puso encima de la mesa.
Susi, para animar a los forzudos, se acercó a Estrada dándole un fuerte achuchón, a lo que sus compañeros, aplaudieron. El segundo turno fue para Marcos, que de igual forma recibió el suyo; él correspondió abrazándola y volteándola por el aire, y ella soltó un aparente chillido, que todos, incluso Estrada, aplaudieron por la interpretación.
Mamá Anna se acercó, y apostó diez dólares que entregó a la vedette a favor del colombiano. Después, marcando su autoridad en el local, levantó el brazo y al momento todos callaron, incluso la música.
Los competidores se prepararon juntando y apoyando sus codos sobre la mesa, y mirándose frente a frente se agarraron fuertemente de las manos.
Marineros y rameras rodearon la mesa, y se hizo un profundo silencio.
—¡Preparados! —gritó la vieja meretriz, y esperó observando a los dos contrincantes que contuvieron la respiración mirándose fijamente—. ¡Ya!

Estrada apretaba los dientes mirando fijamente a los ojos de Marcos, que resistía el fuerte empuje de su brazo, a la vez que le enseñaba la línea de sus blancos dientes frunciendo el ceño. Alrededor, todo el mundo permanecía quieto y en silencio, conteniendo la respiración. Los contrincantes sudaban.
Segundos más tarde, el brazo del colombiano cedía levemente y por momentos parecía que perdía energía, haciendo que Marcos empujase con más fuerza, y comenzó a rugir. La tensión en el ambiente aumentó, y de repente, el brazo de Estrada empujó con la potencia de un obús haciendo que el filipino soltara un tremendo alarido al golpear la mesa.
Todos aplaudimos, y mamá Anna fue la primera en felicitar al marinero, dándole un abrazo.

La vedette me entregó el dinero para que lo repartiera, y la pista de baile quedó en un momento rodeada por los marineros formando un círculo. En el centro, el colombiano abrazaba a la bonita Susi, que parecía una frágil muñeca en brazos de un gorila. En un instante volvió el silencio, y todos permanecimos atentos y embelesados por la envidia que nos suscitaba el momento del primer baile, y de abrazar a la primera chica después de un mes de travesía. La música comenzó a sonar, y “Only You” se dejó escuchar, haciendo que todos siguiéramos las notas con la mente, observando a la pintoresca pareja. Dos minutos y medio más tarde, Estrada soltó a Susi con galantería, para cederla a Marcos, y levantando sus brazos como el saludo de un torero, se mezcló entre nosotros. Era el turno del filipino. La canción fue: “Love Me Tender”, y de nuevo formamos un círculo y aplaudimos la actuación.

Amanecía, y un rayo de luz entró entre las amplias cortinas que cubrían el ventanal del balcón, iluminando unos zapatos rojos de mujer tirados sobre la moqueta gris, y unos pasos más allá, un vestido negro de una pieza cargado de lentejuelas que reflejaban luces atenuadas que se movían por el techo. El rayo de luz continuó aumentando su claridad y, avanzó lentamente entre la penumbra hasta descubrir unos zapatos de hombre, y un pantalón sobre una silla, y una camisa mezclada con unas medias y otras prendas de lencería. Sobre la King-size se hallaba una pareja que dormían placidamente cubiertos por una sábana. Él, un hombre de mediana edad, y ella, una jovencita de apenas veinte años con cara angelical.

Apenas recuerdo mucho más de aquella noche, pues la tercera pieza de baile fue mía, y Susi despertó junto a mí en la habitación del Crowne Plaza de Greenspoint.
—¡Hola, campeón! —dijo desperezándose.
—¡Hola, reina! —contesté girándome para acariciarla.
—¡Espera, tengo que hacer un río!
Momentos más tarde ella regresó del baño, y fui yo. Levanté la tapa y apunté el chorro hacia el centro haciendo un singular ruido al mezclarse con el agua del sifón. La noche anterior había bebido demasiado. Me dolía la cabeza y me encontraba incomodo con el estómago. Al terminar bajé la tapa y apreté el pulsador de la cisterna, que resonó en mis sienes.
—¡Joder! —exclamé mirándome fijamente en el espejo mientras corría el agua del lavabo.
«¿Cuanto tiempo crees que puedes aguantar esta vida? Deberías dejarte de tantas juergas y malos rollos, o acabarás con el hígado y el estomago jodidos... y como sigas así no tardarás mucho en hacerle compañía a tu amigo Jeffrey, que no aguantó el abandono de su mujer. Estas cosas no avisan y se presentan sin más, y entonces no hay remedio. Mírate... ¡joder tío, que mala cara!»

El capitán y el primer oficial esperaban a su tripulación observándolos llegar desde la plataforma del puente. Algunos regresaban más borrachos que otras veces, pero todos estaban contentos. El Caribbean Star esperaría amarrado en aquel muelle esperando su turno de carga.
... [...]
® Espaldas mojadas —«Backs wet»— Beltrán Salvador

Un mal día

Juan había tenido mala noche; no había dormido bien. Se levantó con el pie izquierdo y a la hora de meterse en la bañera para ducharse, había resbalado y casi se rompe la crisma; se cortó al afeitarse y se le quemaron las tostadas. En el trayecto hacia el trabajo se había pasado un stop y colisionó con un coche de la policía municipal. Le hicieron la prueba de alcoholemia y forcejeó con el policía conductor, que a punto estuvo de ponerle un ojo morado y llevárselo esposado a la comisaría. Estaba claro que aquel no era su día. «¿Qué más puede pasarme hoy?» —pensó malhumorado después de firmar la multa y coger un taxi para ir al trabajo, pues su coche se lo llevó la grúa al taller de chapa. Había llegado dos horas tarde a la oficina, y su jefe le estaba esperando con cara de muy mala leche; aquel día había reunión con un cliente importante; él era el director comercial, y ante su falta de asistencia se había ido muy enfadado; posiblemente habían perdido el mejor consumidor de sus productos. La bronca que se llevó fue morrocotuda. «Cómo sigas así, será mejor que te busques otro empleo; aquí no queremos haraganes ni impresentables» —le había dicho amenazante su jefe, que empezaba a estar cansado de él.
A media mañana, su agente del seguro le llamó diciendo que su póliza no cubría los desperfectos del accidente y, que el vehículo lo podía dar por sinistro total, pues los costos de la reparación se elevaban al doble de su valoración; su vehículo tenía ocho años.
«¡Cojones! —exclamó él—. ¡Sólo falta que hoy me de un infarto, que la ambulancia se encuentre en un atasco y no venga a tiempo, que pinchen una rueda y, que el médico de guardia este borracho!».
Al mediodía, la secretaria —la mujer del jefe— le llevó unos papeles con la intención de congraciarse con él —el día anterior habían discutido porque ella no quiso hacerle el amor—. «Perdona, cariño, pero hoy no puedo ir contigo al motel» —le había dicho, cancelando la cita—. El encuentro con ella era lo único bueno de aquel día que no acababa de vislumbrarse, y se abrazaron como otras veces. «Ayer le tocaba a él, porque está un poco mosqueado; creo que se huele algo de lo nuestro» —le explicó—. Al tercer beso, Juan se había olvidado de todos sus males; al cuarto empezaba a estar en la gloria, y la tez de su cara había dejado de mostrar la mala leche que toda la mañana había imperado en su rostro; al quinto morreo el cielo se había convertido de color de rosa, y empezaba a notar como su cuerpo se erizaba cuando la puerta del despacho se abrió de repente, y entró su jefe.
—¡Pero, bueno! —exclamó sorprendido ante la escena—. ¿Cómo es posible? —balbuceó atónito antes de que sus ojos se empezaran a inyectaran de sangre—. ¿Cómo te atreves, y además con mi esposa?
A Juan se le heló la sangre. En un instante le hubiera gustado esfumarse como por arte de magia, en vez de permanecer allí con las manos en la masa como prueba de su delito. Indudablemente, aquel no era su día. Su jefe salió encolerizado cerrando de un portazo, y ellos quedaron alelados mirándose. No sabían que hacer, ni donde esconderse. ¿Cómo podían explicarle que aquello había sido un calentón? Que ella tan sólo había ido a consolarlo por su mal día. ¿Acaso les creería?
Instantes más tarde, el jefe entró de nuevo en el despacho con una pistola en la mano apuntándolos fríamente
—¿Cómo te has atrevido a hacerme esto? —dijo disparando contra ella, que se desplomó sin que Juan tuviese tiempo de impedirlo, antes de que un nuevo ¡pum! se escuchara.
—¡No! —exclamó poniendo su mano como si quisiera parar la bala, y de repente despertó. Estaba empapado en sudor; había sido un mal sueño.
El despertador no había sonado, o no lo escuchó, y ya iba con diez minutos de retraso. Tenía que ducharse para espabilarse, y en la bañera resbaló; se cortó al afeitarse y se le quemaron las tostadas.

Beltran Salvador

El perro del hortelano

Cuentan que hubo una guerra para adueñarse de África, en la que varios países europeos intervinieron. La ofensiva duró años y hubo muchas bajas entre los agresores y los agredidos. Finalmente, los norteafricanos se unieron y lucharon contra los invasores, y en poco tiempo la cantidad de presos europeos llegó a desbordar los campos de prisioneros.
La Cruz Roja Internacional inspeccionaba los recintos carcelarios, ante la atención de un capitán africano que les servía de guía.
Los presos estaban hacinados en grandes pozos cuyos bordes estaban repletos de alambradas, y desde varios puestos armados les vigilaban. Había cinco pozos; cuatro de ellos fuertemente vigilados, y uno, desprotegido por completo y abandonado a su suerte.
—¿Por qué hay tanta vigilancia sobre esos pozos? —preguntaron con preocupación los inspectores
«En el primer pozo hay alemanes» —explicó el capitán africano—. Estos siempre buscan la manera de engañarnos para poder huir. Forman grupos bien avenidos, y mientras unos intentan llamar la atención de los centinelas, los otros trepan hasta el borde haciendo torres humanas. En el segundo, hay franceses, que al igual que los alemanes siempre hay alguno que consigue escapar, y nadie dice quién es. En el tercero, hay ingleses, a los que hay que vigilar muy estrechamente porque forman grupos de trabajo y excavan túneles; en eso, son expertos. En el cuarto, hay italianos que se las ingenian para salir del pozo de la forma más disparatada. La semana pasada hicieron un trampolín con los elásticos de los tirantes, y algunos consiguieron escapar.
—Y, en ése otro pozo —preguntaron extrañados los inspectores—. ¿Por qué ahí no hay vigilancia?
—¡Oh! En ése pozo hay españoles. Ellos nunca se ponen de acuerdo para nada —explicó el capitán—. Cuando uno trata de salir y trepa hasta arriba, los otros lo jalan desde abajo evitando que se escape. Con estos no hay problemas, pues entre ellos mismos ni se ayudan ni se apoyan.

Beltrán Salvador

Cenicienta de hoy

Cenicienta vivía feliz con sus padres, pero un día su madre murió y su padre se casó con una viuda ostentosa que tenía dos hijas. Las hijas eran dos arpías, cómo la madre. Al padre le duró poco aquel gozo familiar, pues varios meses más tarde sufrió un accidente de avión, y murió, y desvalida, Cenicienta se convirtió en la criada de la casa. Y así pasaría los años, limpiando y trabajando a las órdenes de su madrastra. Un día, de mayor, se le apareció un hada y Cenicienta le contó lo desgraciada que era.
—¡No seas estúpida, niña! —le dijo el hada —. ¡Abrase visto! ¡Debes revelarte!
Y tomando valor le plantó cara a su madrastra, que desde entonces tuvo que hacer ella la comida y repartir las tareas de la casa entre las tres.
Años más tarde, el príncipe del reino dio una fiesta para celebrar su mayoría de edad, e invitó a todos los jóvenes con la idea de buscarse un rollo de verano. Sus dos hermanastras, muy rimbombantes, fueron en lujosos coches deportivos y cargadas de joyas.
Cenicienta, que no tenía que ponerse, imploró a su hada madrina, y esta le proporcionó una motocicleta, una chupa de cuero y unos vaqueros nuevos, y así se presentó en el baile que resultó de lo más aburrido. Entre los asistentes a la fiesta había un grupo de hippies, que se distanció del resto para fumar un porro, y ella, ni corta ni perezosa se reunió con ellos.
El príncipe saludó y bailó con muchas jovencitas, pero no encontró a una que le gustase. Cansado de tanta danza salió a la terraza para tomar el aire, y se encontró con Cenicienta, que al verlo le pasó el porro. Este lo miró, dio varias caladas y flipó.
Poco más tarde salieron todos al jardín para jugar a la gallinita ciega.
—Tú me has abierto los ojos —le dijo él, todo meloso.
—Si, macho —contestó ella—, pero no esperes que te abra nada más, porque eres de lo más cursi y aburrido que podía imaginar.
El príncipe, con tanto flipe se había enamorado. Él le prometió joyas, palacios y yates, pero ella no estaba por la labor, y lo dejó plantado.

Cenicienta estudió, trabajó, se hizo independiente, viajó a Ibiza y conoció a mucha gente.
Al cabo de los años volvió a encontrarse con el príncipe, en la despedida de soltera de una de sus amigas. Éste, aburrido en un rincón, fumaba un porro.
—¡Jo!, macho —le dijo ella a modo de saludo—. Te has tirado al vicio.
—Si. Recuerda que tú me iniciaste.
—Bueno, déjate de rollos. Pásamelo que las despedidas me deprimen mucho.
Y desde aquel día, todos los fines de semana se reúnen para beber litronas, criticar al gobierno y fumar hachís.

Beltrán Salvador

La vida es un sueño, y corremos el riesgo de despertar

De repente recordé el motivo por el que estaba allí, el camino recorrido, el miedo que había pasado. Todo tenía un motivo; debía recuperar la esperanza. Se me había confiado la misión; aunque nadie más quiso hacerlo; aquello me nombró, el más capacitado, sin serlo, aunque había otros más preparados.
El mundo se hallaba inmerso en una gran decepción, y la cosa parecía no tener futuro. En un principio se le llamó estrés, más tarde neurosis, y al final desilusión, desesperanza. Las cosas sucedieron, sin proponerse. Porque sí, de repente. Todos teníamos la necesidad de ser los mejores. Teníamos un hambre voraz., y parecía interesante, sin embargo, lo que se pensaba que sería bueno para todos, resultó ser un enorme desastre. La competencia traería grandes cambios al mundo, y los expertos no habían pensado en ello, tan sólo lo hicieron para enriquecerse, sin importarles el precio.
Los de aquella generación fueron educados para competir, sin bases éticas. Y así crecieron, sin rendirse, como soldados cuya doctrina es la de caminar sin mirar atrás, sin importar a quién destruían, a quien derrotaban. Sólo les importaba ganar.
En pocos años se habían cumplido sus metas, aunque no su codicia, pero el mundo se había destruido, y no había nuevas metas que cubrir. Los recursos se habían terminado, y el mundo temblaba ante una desoladora perspectiva.
Entonces recordé el motivo por el que estaba allí, pensando, en la nada.
El tiempo psicológico no es uniforme. Aquello era una forma de especular sobre la existencia. Si por un momento te paras a pensar en lo que te rodea, te das cuenta de que nuestra sensación de tiempo viene dada por ciertos hechos conocidos de nuestras vidas, y este se modifica a medida que nosotros cambiamos. Y por eso estoy aquí, de nuevo, buscando una forma de poder comunicarles…, eso. A sabiendas de que probablemente no estéis en condiciones de entenderlo... ni yo de explicártelo.