martes, 23 de junio de 2009

El camino de Mú


Caminando por el interior de una oscura gruta, un pequeño grupo de exploradores seguía con especial atención las indicaciones que daba el primero. La caverna era tan imponente que su presencia allí resultaba emocionante, y la euforia les hacía fluir adrenalina a ritmo acelerado, con riesgo de olvidarse del lugar en el que se hallaban.
Aquel terreno era un camino pétreo y rugoso, que en algunos sitios mostraba una peligrosa pendiente. La oquedad era enorme desde su incursión, a la que habían accedido por una estrecha brecha oculta por la densa vegetación. No muy lejos de allí, la prominente masa arqueológica de Chichén Itzá reinaba majestuosa en un inmenso claro que se había abierto en la selva yucateca.
El grupo había llegado al lugar en las primeras horas de la mañana, y habían entrado en la gruta con toda la cautela del mundo. En su interior, las estalactitas y las estalagmitas formaban tenebrosas sombras, que las tenues luces de las linternas dejaban tras de sí al ser iluminadas. En algunas partes de la gruta, las inmensas estalactitas se encontraban unidas a las estalagmitas formando colosales columnas, que para los antiguos mayas se consideraban sagradas. Para cualquiera de nosotros, si dejamos correr la imaginación, aquel recorrido podía parecerse a estar caminando entre las fauces de un gigantesco saurio, que en cualquier momento podía cerrar su boca.
El grupo era reducido.
A la cabeza de ellos caminaba Ismael Montes; típico mejicano de mediana edad, que vestía pantalón blanco de corte recto, y filipina clara de dril, de estilo campesino. Su estatura no era muy grande. Detrás de él, a escasos metros, iba Roberto Miranda, un güero que procedía del Distrito Federal, la capital neurálgica de la República Mejicana. Poco más atrás, les seguían dos americanos altos y delgados que caminaban cuidadosos de no tropezar. El primero de ellos alumbraba a los pies del segundo, para que pudiera ver dónde pisaba. El otro transportaba una pesada cámara montada en su trípode, con la que de tanto en tanto tomaba fotografías de la inmensa bóveda, y de las espectaculares precipitaciones de carbonato que iban encontrando al paso. No muy lejos de ellos, pero sí algo rezagado, iba un hombre mayor, de pelo canoso, que se alumbraba con una lámpara sobre su casco. Este examinaba con especial atención las paredes y las formaciones calcáreas, que el agua, gota a gota, había dejado con el paso de los siglos. Detrás de él, algo rezagada, una joven de pelo rizado y rojizo iba recogiendo algunas muestras de carbonato, que desprendía con un instrumento metálico y las colocaba en un frasco de cristal. En último lugar, un muchacho de piel morena y abundante pelo negro permanecía atento a las indicaciones de la joven y del viejo doctor. Aquel muchacho de claros rasgos mestizos cargaba una mochila y una gran lámpara de pie que sujetaba por un asa metálica. La lámpara estaba alimentada con carburo cálcico y agua, y daba una débil luz amarillenta que se desprendía a través de la pantalla de cristal que protegía la llama.
Todo el grupo se encontraba maravillado por el espectáculo, y el más anciano y la joven, sorprendidos ante aquella colosal obra de la naturaleza. El grupo caminaba despacio, deteniéndose a cada instante para observar cualquier detalle. No había prisa alguna, ni tenían que correr riesgos que pudieran desencadenar en un accidente, algo de lo que Ismael y Miranda se preocupaban antes de continuar adelante.
El estrecho corredor por el que caminaban, continuaba por un costado de la cavidad sumido en la más oscura de las penumbras, y la enorme caverna se estrechaba dando paso a un nuevo conducto, por el que debían seguir caminando.
El grupo seguía cauteloso por aquel sendero natural, que en algunos lugares parecía que había sido agrandado a propósito, con algún tipo especial de herramientas, por la perfección de su alisado.
De cuando en cuando, Peter Brown posicionaba el trípode y nivelaba la cámara, y la enorme cueva se inundaba de espectaculares y fantasmagóricas sombras, efecto del potente resplandor destellado del flash. Y aquellas sombras podían hacer correr la imaginación.
Los dos hombres de cabeza se detuvieron a esperar al resto del grupo. Lo tenían que hacer continuamente para no separarse demasiado, y a menudo volvían sus pasos para ayudar e indicar a los demás del peligro de un traspié. Tras agruparse, de nuevo continuaron caminando por un angosto sendero, por el que a sus pies discurría un continuo canalillo de escurridizas y cristalinas aguas.
El nuevo paso se estrechaba y se hacía bajo, y de nuevo, unos metros más allá las paredes volvían a ensancharse, y se encontraban en otra oscura y profunda caverna. En esta, como en la otra, desde el techo se precipitaban numerosas formaciones calcáreas; alguna de ellas, de tamaño descomunal llegaban a juntarse con el suelo. La nueva caverna se extendía en la oscura profundidad, y el sendero seguía acompañado por el canalillo, que el constante discurrir del agua había erosionando en el suelo.
En algunos lugares de aquella cavidad, el canalillo aumentaba su caudal y se ensanchaba para unirse a otros canalillos provenientes de otras partes de aquella caverna, y continuaba su andadura junto al sendero.
Ismael y Miranda esperaron de nuevo al resto del grupo. Aquella vez, esperaron en la parte más ancha del camino hasta que estuvieron reunidos. Mientras tanto, alumbraban la bóveda y las paredes, tratando de averiguar las enormes dimensiones de aquella caverna, que en algunas partes del techo podía superar los ocho o los diez metros de altura.
... [...]
® El camino de Mú - Beltrán Salvador

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