jueves, 25 de junio de 2009

El lector

Días antes había empezado a leer la novela. La había abandonado por otros asuntos más importantes, y volvió a abrirla en el tren, cuando regresaba a su casa del trabajo; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Aquella tarde, después de escribir unas cartas y de hacer varias llamadas de teléfono, volvió a coger el libro en la tranquilidad de su hogar. Se arrellanó en su sillón favorito, de espaldas a la puerta, y se dispuso a leer los últimos capítulos.
En la memoria retenía los nombres y las imágenes de los protagonistas; la trama le ganó en seguida. Su lectura se iba desgajando línea a línea, y a la vez sentía que su cabeza se sumergía en el texto. Palabra a palabra, absorbido por la intriga de los personajes, se dejaba llevar hacia las imágenes que adquirían color y movimiento, y pronto sería testigo del desenlace. Todo estaba minuciosamente estudiado: la coartada y su justificación, el azar y los posibles errores. A partir de entonces, cada instante tenía su tiempo escrupulosamente atribuido. Primero entró en escena la mujer, desconfiada; después llegaba el amante, aterido de frío y soplándose la punta de los dedos. Ella, con pulcritud le engañaba con sus besos, pero él rechazó las caricias; no había ido hasta allí para repetir la ceremonia de una pasión secreta, protegida por un mundo de ilusiones sin futuro. El puñal se templaba contra su pecho y debajo latía acelerado su propio corazón.
Continuaba un diálogo jadeante que corría por las páginas como un torrente de serpientes, y se intuía que todo estaba resuelto. Hasta las caricias que enredaban el cuerpo del amante tratando de retenerlo y de disuadirlo, perfilaban la imagen de otro ser que era necesario eliminar.
El feroz relato se interrumpía apenas, para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. Afuera llovía.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta del motel. Ella debía seguir el camino que iba a su casa, dando un rodeo. En sentido contrario, él se giró un instante para ver cómo se alejaba. Después de aquello, ella sería solamente suya. Corrió guareciéndose entre las sombras de los árboles y los setos. No había nadie, y nadie debía verlo para evitar sospechas. El personal de servicio hacía horas que había abandonado sus quehaceres, y entró en la casa seguro de no encontrarlos.
Sentía los latidos de la sangre galopar en sus oídos, mezclados con las palabras de su amante: «después de la entrada, una sala larga, a continuación un corredor, y al final, una escalera».
Subió los peldaños de tres en tres. En lo alto, tres puertas. Nadie en la primera habitación; nadie en la segunda. Abrió la puerta del salón con el puñal en la mano; su silueta se reflejaba tenuemente en los cristales del ventanal, y, como una sombra se acercó hasta el respaldo del sillón donde había un hombre que leía una novela.


Beltrán Salvador.

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