martes, 23 de junio de 2009

Un mal día

Juan había tenido mala noche; no había dormido bien. Se levantó con el pie izquierdo y a la hora de meterse en la bañera para ducharse, había resbalado y casi se rompe la crisma; se cortó al afeitarse y se le quemaron las tostadas. En el trayecto hacia el trabajo se había pasado un stop y colisionó con un coche de la policía municipal. Le hicieron la prueba de alcoholemia y forcejeó con el policía conductor, que a punto estuvo de ponerle un ojo morado y llevárselo esposado a la comisaría. Estaba claro que aquel no era su día. «¿Qué más puede pasarme hoy?» —pensó malhumorado después de firmar la multa y coger un taxi para ir al trabajo, pues su coche se lo llevó la grúa al taller de chapa. Había llegado dos horas tarde a la oficina, y su jefe le estaba esperando con cara de muy mala leche; aquel día había reunión con un cliente importante; él era el director comercial, y ante su falta de asistencia se había ido muy enfadado; posiblemente habían perdido el mejor consumidor de sus productos. La bronca que se llevó fue morrocotuda. «Cómo sigas así, será mejor que te busques otro empleo; aquí no queremos haraganes ni impresentables» —le había dicho amenazante su jefe, que empezaba a estar cansado de él.
A media mañana, su agente del seguro le llamó diciendo que su póliza no cubría los desperfectos del accidente y, que el vehículo lo podía dar por sinistro total, pues los costos de la reparación se elevaban al doble de su valoración; su vehículo tenía ocho años.
«¡Cojones! —exclamó él—. ¡Sólo falta que hoy me de un infarto, que la ambulancia se encuentre en un atasco y no venga a tiempo, que pinchen una rueda y, que el médico de guardia este borracho!».
Al mediodía, la secretaria —la mujer del jefe— le llevó unos papeles con la intención de congraciarse con él —el día anterior habían discutido porque ella no quiso hacerle el amor—. «Perdona, cariño, pero hoy no puedo ir contigo al motel» —le había dicho, cancelando la cita—. El encuentro con ella era lo único bueno de aquel día que no acababa de vislumbrarse, y se abrazaron como otras veces. «Ayer le tocaba a él, porque está un poco mosqueado; creo que se huele algo de lo nuestro» —le explicó—. Al tercer beso, Juan se había olvidado de todos sus males; al cuarto empezaba a estar en la gloria, y la tez de su cara había dejado de mostrar la mala leche que toda la mañana había imperado en su rostro; al quinto morreo el cielo se había convertido de color de rosa, y empezaba a notar como su cuerpo se erizaba cuando la puerta del despacho se abrió de repente, y entró su jefe.
—¡Pero, bueno! —exclamó sorprendido ante la escena—. ¿Cómo es posible? —balbuceó atónito antes de que sus ojos se empezaran a inyectaran de sangre—. ¿Cómo te atreves, y además con mi esposa?
A Juan se le heló la sangre. En un instante le hubiera gustado esfumarse como por arte de magia, en vez de permanecer allí con las manos en la masa como prueba de su delito. Indudablemente, aquel no era su día. Su jefe salió encolerizado cerrando de un portazo, y ellos quedaron alelados mirándose. No sabían que hacer, ni donde esconderse. ¿Cómo podían explicarle que aquello había sido un calentón? Que ella tan sólo había ido a consolarlo por su mal día. ¿Acaso les creería?
Instantes más tarde, el jefe entró de nuevo en el despacho con una pistola en la mano apuntándolos fríamente
—¿Cómo te has atrevido a hacerme esto? —dijo disparando contra ella, que se desplomó sin que Juan tuviese tiempo de impedirlo, antes de que un nuevo ¡pum! se escuchara.
—¡No! —exclamó poniendo su mano como si quisiera parar la bala, y de repente despertó. Estaba empapado en sudor; había sido un mal sueño.
El despertador no había sonado, o no lo escuchó, y ya iba con diez minutos de retraso. Tenía que ducharse para espabilarse, y en la bañera resbaló; se cortó al afeitarse y se le quemaron las tostadas.

Beltran Salvador

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