miércoles, 24 de junio de 2009

Ella, la Barbie

Ramón Villagrossa murió en Shanghai victima de un infarto —o de una embolia, qué más da— en brazos de su secretaria personal —treinta años más joven—, y ni los forenses ni los maquilladores pudieron quitarle la expresión de placer que su rostro reflejaba. Su matrimonio con Ángeles no le privó de la vida de dandy que había llevado hasta entonces, y ella hastiada había probado algún yogur que no funcionó, y se había refugiado en el negocio.
A mi, la noticia de su muerte me sorprendió en Buenos Aires con una joven brasileña que me enseñaba a bailar samba después de un ajetreado día, y desde entonces he vuelto a ser fiel a todos mis principios, sin olvidarme de que aunque me toque bailar todos los días con la misma escoba, es la mía, que ya le tengo cogido todos los puntos.

A menudo, aún recuerdo los momentos vividos con Natalia y su sonrisa encantadora cada vez que coincidíamos en la puerta de mi oficina, y nos saludábamos como se saludan los buenos vecinos. Algunas veces tan sólo era un saludo sordo, sin palabras, como esas conversaciones mudas que emitimos, en las que sólo la mirada o un simple gesto son tan expresivos como mil señales. También recuerdo aquella primera noche que caminamos tranquilos por el Paseo Marítimo, sin prisas, como si el tiempo no fuera un obstáculo o un pretexto por la diferencia de edad que ella y yo teníamos. Caminamos despacio, sin que la proximidad entre ambos fuera distante ni cercana, como a un paso que a menudo ella trataba de evitar, jugando a acercarse y tratando de tomar mi mano o rozarse para que el tacto entre ambos se hiciera familiar. Avanzábamos expectantes el uno del otro; yo tratando de evitar lo que ella se proponía; y ella tratando de romper mi distancia provocando con sus acercamientos el acorralamiento que yo evitaba.
—¿Me lo quieres poner difícil? —había dicho—. Esta noche puede ser inolvidable. Te lo aseguro —confirmó poniéndose frente a frente. Su cara estaba muy cerca de la mía. Nuestros apéndices nasales se rozaban y yo percibía el tenue olor a lavanda del jabón con el que se había lavado.
Recuerdo su boca provocativa; sus labios sensuales.
Por un momento permanecimos así, callados, tomados de la mano y sin decir nada, sólo la mirada relajada y fija que penetraba en nuestro interior haciendo que un apacible calor circulase por nuestros cuerpos, comunicándose a través del contacto de nuestra piel.
En aquellos días, en los jardines y parques destacaba el cálido colorido del mes de mayo, y se podían inhalar los perfumes entremezclados que desprendían las plantas y las flores. En realidad, sólo el tiempo no estaba de acuerdo con las fechas, pues unos días hacía un calor sofocante, y otros un fresco casi invernal. Nunca acertabas con la ropa. Y entre las personas, la alegría y el biorritmo se mostraban alterados, y en muchos rostros se distinguía la euforia creciente que la primavera les inyectaba como si de una pócima o de una droga se tratase.
En aquellos tiempos, ella era una muchacha animada y alegre, y tenía una mirada cálida que cada vez que la percibía me daba a entrever algo en lo que no quería pensar, pues sin querer, algo me intimidaba. Sí. Ya sé que estas cosas son como son, y a menudo no se pueden evitar. La verdad es que nunca imaginé que una muchacha de poco más de veinte años se fijase en un hombre corrido, como yo, cumplidos ya mis treinta y seis años, cerca de los treinta y siete. En un principio sentía reparos, o tal vez era que sentía vergüenza, o pudor, pues en aquella época, a la gente de mi edad estas cosas nos cortaban. Fuera como fuese, empezaba a inquietarme los reiterados encuentros con mi vecina, su cálida mirada y su aparente búsqueda, aunque estos eran inevitables a menos que cambiase el lugar de mi oficina.
Recuerdo que al principio de instalarme no me había percatado de ella, ni de las dependientas, aunque es bien cierto, que a través de las cortinas de mi despacho la veía llegar con una motocicleta, y otras veces con un viejo y deslucido Seat 132.
Ella era una muchacha delgada, de pelo negro y rizado, y casi no se le apreciaba el pecho. Su indumentaria habitual eran los pantalones vaqueros, que marcaban sus contornos y realzaban la figura de su culo haciéndola apetitosa; pues fijarme, aunque diga que no, en eso si me había fijado. El caso es que por la circunstancia que fuera, y sin darme cuenta, me atraía de igual forma que me intimidaba. Sí. Me atraía como a todo hombre le atraen las mujeres más jóvenes, pero con tanta diferencia me podía sentir algo perverso, y hasta de viejo verde —dirían más de uno de mi edad—, aunque esto era algo que yo no debía pensar; ya lo harían los demás. En mi justificación diré que nunca me gustaron las cosas tan burdas, pero me complacía ser el objeto de sus miradas, pues ello, para mí era motivo de halago personal.

Una tarde después de cerrar, me acerqué hasta el supermercado que tenía a escasos cincuenta metros, frente a la oficina. Tenía que hacer la compra para abastecer de provisiones mi despensa, porque dicho sea de paso, la nevera estaba vacía. Me gustaba tener de todo en casa, pues a menudo me daba por hacer vida sana y me pasaba buenos ratos cocinando —algo que me relajaba—, y otras veces pasaba olímpicamente de los michelines que se apreciaban en mi cintura, y comía cualquier cosa en cualquier restaurante de la zona, sin importarme las calorías o la grasa de los menús.
En el súper, caminé despreocupadamente por los pasillos empujando el carrito hasta completar mis necesidades culinarias y alimenticias. Lo hice sin lista ni orden alguno, pues en la cocina como en la vida, siempre me gustó improvisar.
—Hola, vecino —escuché a mi espalda—. ¿Qué, haciendo la compra?
Era la voz de mi vecina.
—¡Ah, hola! —dije girándome—. Pues, ya ve usted, sí. Haciendo la compra; ya me estaba haciendo falta porque no tengo ni cervezas en la nevera. Además, como nadie me hace el favor, tendré yo mismo que hacer el esfuerzo de acercarme y elegir mis viandas.
—Claro. ¿Está soltero? —preguntó sin cortarse un pelo.
—No. Estoy separado, que es peor.
—No se queje, hombre, ¡que ésa canción es vieja y ya me la sé!
—Perdone, usted. Yo no me he quejado —repliqué—. Sólo le he dicho que nadie me hace la compra. Nada más.
... [...]
® Ella, la Barbie - Beltran Salvador

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